Ayer fue un día peculiar. Estuve con tres personas completamente distintas entre sí; las tres tienen unos pocos años más que yo y representan, simplificando, las dos opciones de vida que se plantean ante mí.
A las dos primeras las acababa de conocer y ni siquiera sé si volveré a verlas: investigadoras, residentes en USA y a las que, según me comentaban, se les hace cada vez más pequeña nuestra ciudad de origen, de manera que intentan enlazar un proyecto con otro fuera de ella. Ambas hablaban del desarraigo que sienten los expatriados, que en su país de acogida son extranjeros y en su ciudad o país de origen se sienten ahogados. Es la ajenidad de quien no se siente parte de nada, quien dejó su entorno y evolucionó y a la vuelta percibe cómo su entorno también evolucionó, pero en un sentido radicalmente distinto.
Ambas comentaban la sensación que les produce encontrar viejas amigas casadas y con hijos, cuando ellas están disfrutando aún de una etapa anterior...
A la tercera la conozco desde hace aproximadamente un par de años. Trabajadora también, casada, acaba de dar a luz a su segundo hijo. Un proyecto de vida en común, dos niños preciosos a los que proteger y enseñar a vivir... pero también, es cierto, una enorme responsabilidad. Quizás ésa sea la diferencia entre la juventud y la vida adulta, el papel que uno adopta ante las situaciones cotidianas: ser protegido o ser protector.
Dos modelos igualmente apasionantes aunque radicalmente distintos: el primero, por lo grandioso, por lo enriquecedor de viajar y conocer gente y lugares distintos. El segundo, por lo delicado, por lo hermoso de ser el punto de referencia de dos personitas y de tener un compañero con quien recorrer el camino.
Me quedan seis, a lo sumo ocho meses para decidir qué sendero tomar. Quizás uno, quizás otro. Quizás recorra uno hasta la mitad del camino y luego busque un atajo para llegar al otro; no sé...