Hay taxistas en Rabat de edad desconocida, de carne enjuta y seca y piel tostada surcada por mil arrugas. El hombre del taxi de ayer irradiaba una fragilidad humilde, casi ausente. Tenía marcadas facciones debidas sin duda a la falta de alimento: ojos hundidos de mirada oscura pero de limpio mirar, pómulos poco carnosos, labios apagados y boca sin dientes, cuello estrecho y pellejudo, pelo escaso, blanquecino y ralo. Sus manos de dedos artríticos conducían un Fiat color azul eléctrico casi tan viejo como el conductor. Se aferraba al volante con afán, descansando sobre él todo el peso de su cuerpecillo, del mismo modo que haría cualquier anciano sobre un bastón. Debía de rondar los 80 años.
Conducía su taxi con parsimonia, casi a riesgo de ahogar el motor. La aguja del cuentakilómetros no alcanzaba los veinte por hora. Se percibía en él la inseguridad propia de quien se se siente viejo y vencido por el paso de los años. Cada vez que otro automóvil lo rebasaba, ocupando de súbito su carril, soltaba una mano temblorosa del volante y la giraba lentamente con elegancia, a modo de interpelación, mientras ahogaba unas palabras que su cansada garganta era ya incapaz de pronunciar.
4 comentarios:
Yo voy a esa velocidad y me da un infarto.
Qué bien has descrito al hombre del taxi!plas plas plas!
Su garganta era más lenta que el acelerador...
Seguro que al pobre no le quedaba más remedio que seguir currando.
a lo mejor no tenía ni 60 años...
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